Samuel Pepys pertenecía a esa especie de hombres obsesionado con la idea de hablar consigo mismo. El acto de acechar su propia vida en un diario dejó un registro del impacto de la Gran Peste de 1665. No se trata de un registro realizado bajo el rigor de un historiador. Como todo diarista, el funcionario inglés narró los acontecimientos bajo el manto protector de su intimidad. Era su cuento personal que responde a la necesidad de los espíritus introspectivos de mantener un contacto con ellos mismos. Especialmente si el mundo a su alrededor se encuentra devorado por un virus letal.
La Gran Peste que asoló a Londres entre 1665 y 1666 mató a 100.000 personas en dieciocho meses. El número de fallecidos representaba para ese tiempo un cuarto de la población citadina. Ya había visitado la ciudad pero con otro nombre y otra desolación. Era la Peste Negra que regresaba con una nueva lección sobre la fragilidad humana. Para algunos, el cometa de 1664 fue una nefasta manifestación celeste que auguraba una gran pena para todos.
La entrada de la Gran Peste
En ese momento se desconocía que se trataba de una infección originada por la bacteria yersinia pestis. Las ratas, anfitrionas de las pulgas, se encargaron de diseminar la enfermedad por las sucias calles de Londres. Se creía que el mal aire era el responsable de la epidemia. Gatos y perros fueron igualmente señalados como malignos agentes transmisores.
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La verdad patente y terrible eran los cuerpos azotados por la aparición de bubones negros. Fiebre, tos con sangre, vómitos, calambres cerraban el cuadro que terminaba en la muerte.
Samuel Pepys mencionó por primera vez la plaga en su diario en octubre de 1663 cuando registró un importante brote en Ámsterdam y temía que se extendiera a Inglaterra.
Sus temores no eran infundados. La entrada del 30 de abril de 1665 dice: “Grandes temores sobre la enfermedad aquí en la ciudad. Comentan que dos o tres casas ya están cerradas. Que Dios nos proteja a todos.” La Gran Peste había llegado.
Cruces en las puertas
El 7 de junio, Pepys sale a tomar unos tragos para sofocar el intenso calor de ese día. En la calle nota algo que le provoca pavor y tristeza. “Dos casas estaban marcadas con una cruz roja y con estas palabras: “Señor ten piedad de nosotros.” El diarista había sido testigo de una medida de identificación. Las casas infectadas por la peste debían tener una cruz roja y eran cerradas con sus enfermos en el interior. El escritor queda muy impresionado y para mitigar su desconcierto recurre al tabaco. “Me vi forzado a comprar tabaco y masticarlo para alejar mi inquietud”
A medida que la Gran Peste avanzaba, Pepys escribía en su diario como la ciudad cambiaba. «Nadie más que pobres desgraciados en las calles», «no hay barcos en el río» son las desoladas estampas. Habla de «fuegos ardiendo en la calle» para limpiar el aire. Anota un silencio inusual roto por el “tañido de campanas» que acompañaba el entierro de las víctimas de la peste.
Las muertes masivas borran la particular fatalidad de un fallecimiento. Samuel Pepys da cuenta de esta insensibilidad tanto en la gente como en él mismo. Los cadáveres ya no agitan su espíritu: «He llegado casi a no pensar en ello».
Su temor a contagiarse lo registra en su rechazo a usar un nuevo peluquín. Escribió que temía que pudiera estar hecho de cabello «cortado de las cabezas de personas muertas por la plaga».
La suerte de no ser querido por las pulgas
Se especula que el cronista haya sobrevivido a la Gran Peste por su poca propensión a las picaduras de pulgas. En su diario menciona una ocasión en la que compartió la cama con un amigo. Allí contó como “todas las pulgas lo atacaban a él y no a mí”.
A pesar de su suerte, la enfermedad tuvo un impacto personal en Pepys. Sus notas lamentan la pérdida de amigos, parientes, colegas, su cervecero, su panadero y su médico.
Alegría en medio del infortunio
A pesar de los lamentables sucesos de ese año, parte de la vida de Pepys continuó como de costumbre. Trabajaba en la Oficina de la Marina, mantenía sus relaciones adúlteras y celebró la boda de su primo.
El año 1665 le brindó oportunidades y riquezas. Y al disminuir el impacto de la peste, escribió: «Nunca he vivido tan alegremente como en esta época de plagas».