A nadie se le aconseja ser pesimista. No existen frases hechas como: “Sé pesimista para que te vaya bien en la vida.” Los laureles son colocados siempre en la frente del optimista. El vaso medio lleno le gana al vaso medio vacío. Aunque la misma palabra pesimismo nos sugiere la idea de peso, su origen etimológico la vincula con el pecado. Pessimus (muy malo) es el superlativo del adjetivo latino peior. Este contiene la raíz indoeuropea ped- (pie) por su referencia al hecho de caer y fallar. Es la misma etimología de la palabra pecado, un tropiezo, una caída en el tránsito del vivir.
Pero esta sombra adjudicada a una visión de la vida que comulga con la desesperanza guarda su tesoro de lucidez. Al contrario de la opinión generalizada que la condena, ser pesimista nos coloca en una posición ventajosa ante la adversidad. No tiene que ser necesariamente un alimento para la depresión. Su mejor regalo es que nos hace reales y nos posiciona críticamente ante lo inevitable. Nos procura templanza frente al infortunio, no para luchar contra él, sino para aceptar su dimensión y asimilarlo sabiamente.
Las ventajas de ser pesimista
De ventajas de ser optimista está colmada una literatura barata que insiste en la idea de azucarar la realidad. A continuación, las ventajas que resultan de despojarnos de los trajes de carnaval y recordar el polvo que somos.
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El pesimista intenta paliar a la desgracia. Al estar consciente de la omnipresencia del sufrimiento, no es indiferente a la miseria humana. No aumentar el sufrimiento innato del mundo es un mandamiento de su moral. Esto implica muchas veces no hacer, no actuar para reducir consecuencias desastrosas.
La incertidumbre ayuda
La aceptación de las calamidades fomenta la acción comprometida. La incertidumbre que provocan los desastres permite el desarrollo de ideas. Los avances científicos ahondan en la realidad tal como se nos presenta y así evolucionan a soluciones y propuestas renovadoras.
El pesimista se construye su propio sentido. Ni las religiones, ni las afiliaciones políticas, ni las instituciones sociales proveen de sentido la vida del pesimista. Su agudo sentido del absurdo le permite el espacio necesario para construir su sentido del sinsentido. El pesimista cuenta solo con su vida. Es un lobo solitario y huele la mentira a distancia.
Lo malo que no está pasando
Felicidad negativa. La aguda conciencia de la consistencia fantasmal de los deseos aplaca la ansiedad por “ser feliz”. Darse cuenta de lo malo que no está sucediendo es terreno seguro. El pesimista sabe que el dolor es positivo e inevitable. El dolor existe. La felicidad en cambio es una búsqueda de satisfacciones que jamás se sacia. Un deseo conduce a otro y a otro. Ser pesimista ayuda a iluminar las pequeñas y significativas pausas del sufrimiento. Su única “felicidad” es la ausencia de dolor.
Sana desesperanza y aceptación de la muerte
La esperanza de no tener esperanza. Vivir saludablemente desesperanzado alivia la desesperación de las vanas expectativas. Esta actitud otorga la sobriedad necesaria para identificar aquello que pueda ser mejorado pero sin convertirlo en regla. Aprovechar una situación favorable no significa que el mundo será mejor para siempre. Un buen resultado no es nunca una garantía absoluta. El pesimista sabe que siempre el suelo es quebradizo y se mueve bajo esa premisa.
Nos reconcilia con la muerte. El pesimista se quita el sombrero frente al acontecimiento más contundente de nuestra existencia. Lo hace con respeto y con piadosa admiración pues sabe que el sueño de la inmortalidad conduce al infierno. Aunque responde con sus instintos frente a la muerte, se complace que la vida tenga un término. Sabe que balbucear “mi sentido pésame” al prójimo es completamente inútil cuando se dice en un funeral. La idea de la muerte acompaña cada sorbo de café y cada sorbo de una fría cerveza. El mundo se acaba todos los días. Por eso las tajadas de la vida poseen para el pesimista ese intenso sabor a paraíso que se acaba.