El caso es sumamente curioso. La carta de aceptación para el curso de mayordomía llegó por Ipostel. En ella se indicaba además que un integrante de la Butler Valet School visitaría al candidato en su hogar materno ubicado en Acarigua.
Antonio Barrios O’Leary era el prospecto. Él había olvidado dónde estaba ubicada la oficina del comatoso Instituto Postal Telegráfico (Ipostel). Caminó media Acarigua para poder hallar la sucursal.
Antonio desde niño fue un personaje en ese paraje del llano. Cuando los medicamentos comenzaron a llegar en las cajas de los venezolanos “evadidos”, él era llamado para servir de traductor. Su tía Catalina O’Leary, se preocupó por mantener activa la sangre irlandesa en el chiquillo. No obstante, de frente o perfil se notaba la estirpe aborigen que silenció al fenotipo de la provincia de Munster.
Más allá de las apariencias Antonio Barrios había trazado su destino. Durante los primeros años de liceo su vida fue marcada. Su alma había sintonizado con la del señor Stevens, el mayordomo de la mansión Darlington Hall. “The Remains of the Day” era para él una película antigua. Se estrenó en las salas de cine en 1993, el mismo año que él nació. Cuando la vio notó que su espíritu era similar al valet del film e incluso él también sintió los rigores de estar enamorado en silencio de la muchacha que ayudaba a su mamá en las faenas de la casa grande.
Mayordomía desde la casa
Un ejército de hombres y mujeres de la familia ayudaron sin saber a Antonio Barrios en su decisión de mirar a la mayordomía como una opción de vida.
Siempre vistió impecable perseguido por la implacable meticulosidad que su padre exigía en el planchado de la ropa. Los textiles necesitaban filo, brillo, fragancia, sedosidad y lustre. Fueron varias las señoras que optaron por el puesto que requería planchar los trajes del famoso ganadero. Tras muchas decepciones Josefina Cortez, nacida en el viejo Araure, fue la que se quedó con la tarea.
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Su abuela Jacinta lo instruyó con todo lo relacionado a la oración. Sabía guiar con pulcritud el rosario. Además, con el fin de cultivarlo en los deberes con la Iglesia, la nana también lo enseñó a hornear postres.
La mamá de su papá fue el pilar de su formación. Consintió que su hija Catalina le enseñara la lengua de Shakespeare. Levantó su proscripción tras salir embarazada del caporal, solo porque nadie era mejor que ella para el inglés. Además pagó a un neoyorquino traído en moto desde el aeropuerto de Valencia que le enseñó el oficio del barista. Sin dudas que ella lo amaba.
El tío Atanasio cuando supo que Antonio andaba con un folleto porque deseaba conocer de la mayordomía, habló con él. “Nada más agrada a la corona de Inglaterra que los rones del Caribe”. Desde luego el hermano maraco de su padre hablaba de Jamaica, un lugar del que tuvieron que irlo a sacar a la fuerza. Muchas fueron las tardes de sorbos, de cata de añejos y de lenguas empelotadas.
Una exquisitez como prueba
Aspirar a una mayordomía no fue una ocurrencia. Antonio Barrios tras recibir su título de bachiller, se empeñó en formarse con trabajos y diplomados. Se graduó con honores como sous chef. Pasó una temporada en la escuela de hotelería de Mérida, donde se enamoró como un perro de una gocha. Tomó en paralelo un curso de historia del arte en la Universidad de los Andes. Invirtió un año en el British Council en una cohorte que recibió concienzuda información sobre vida, cultura y aristocracia inglesa. Además tomó una especialización de la BBC de Londres Academy denominado: Learning to read newspapers in English.
El día llegó. Un hombre con signos de la cuarta década arribó de Ditchley Park en Oxfordshire. Llegó a Acarigua a bordo de un Bentley que alquiló en Caracas. Su nombre: Denholm Elliott.
Su misión era de 48 horas. Llegó con un bartulo mediano y una velís. La prueba consistía en preparar el equipaje de regreso de manera impecable. Además, el caballero le dio a elegir un sobre cerrado de un abanico de tres. Allí estaba el tema con el que tomarían el te mientras el prospecto exponía para demostrar suficiencia. Habló sobre monética y criptoactivos. La tía Catalina que estuvo en los alrededores asegura que vio al mayordomo “tomando notas”.
Al día siguiente se hizo la más estresante de las pruebas. El señor Denholm Elliott le indicó a Antonio que de estar en sus manos agasajar a su majestad la Reina de Inglaterra con una exquisitez gastronómica, qué sería y además propuso ocho horas para lograrlo.
Y se apareció la crineja
Antonio Barrios se fue a su recámara. Volvió a revisar el folleto de la Butler Valet School. Se veía a sí mismo en Witney, haciendo las cuatro semanas del extenuante curso que lo llevaría a lograr una mayordomía. Ingresó a la página web y vio en detalle cada una de las destrezas que debía desarrollar. Sabía su obligación en aprender cómo hacer las bandejas para las varias comidas. Preparar el comedor para el almuerzo, la cena y otras fiestas, y aprender a esperar en la mesa. Durante la segunda semana aprendería sobre la preparación y presentación de alimentos finos. Y uno de los créditos académicos lo lograría pasando un día completo de cocina con un chef experimentado.
El aspirante a mayordomo recordó a uno de sus maestros olvidados. El viejo Venancio. Con el apureño aprendió a hacer quesos frescos. Recordó que el maestro le enseñó a aliñarlos de diferentes formas. Y ese fue lo que preparó para la reina: Un queso crineja con matices de nueces y pimientos.
Llegó la hora del te
Llegada la hora el señor Denholm Elliott observó la presentación. Revisó la disposición de la mesa. Examinó la cubertería. Cortó un trozo de la cuajada alba y la llevó a la boca. Masticó con entusiasmo contenido. Tomó la servilleta de tela y se limpió los labios. En un inglés ininteligible para la mayoría de la familia de Antonio que presenciaba la escena, el señor Elliott preguntó: ¿Con cuál tipo de vino acompañaría el plato? Sin dudar Antonio respondió: Con un Chapel Down Rosé Brut.
El enviado de la Butler Valet School no fue muy efusivo. Felicitó a Antonio y con dirección a la familia y con un español aprendido en las Baleares dijo: Su hijo estudiará con nosotros. Nadie sobreactuó. Todos contuvieron la efusividad llanera frente al británico. De él solo salió una seña que le hizo al tío Atanasio. El pariente se acercó timorato al hombre de Europa para escuchar lo que tenía que decirle: “¿Señor Atanasio, recuerda el nombre del ron al que se refirió ayer?”. El tío Atanasio asentó cauteloso con la cabeza… “Bueno, ya creo que es hora de probarlo”.